EL JUICIO DE PARIS

Zeus, quien controlaba la lluvia y las nubes y sostenía en la mano el terrible rayo, era el Señor del cielo y el más poderoso de los dioses, aunque no era el más viejo. Él y otros once olímpicos -los dioses y las diosas que habitaban en el paraíso en la cima del monte Olimpo, la montaña más alta de Grecia- habían sido precedidos en el reino por los antiguos dioses, los titanes, a quienes destronaron. Los titanes habían sido engendrados por el Padre Cielo y la Madre Tierra, quienes existían antes que cualquier otro dios, y emergieron del Caos primordial cuyos hijos, Oscuridad y Muerte, concibieron a la Luz y al Amor (así la Noche es la madre del Día), haciendo posible la llegada del Cielo y la Tierra.
Zeus, hijo del depuesto titán Cronos, vivía en un enamoramiento perpetuo, por lo que cortejaba y a menudo violaba hermosas mujeres, tanto inmortales como mortales, quienes concebirían dioses y semidioses; esto complicaría considerablemente las relaciones familiares en el Olimpo. Hera, esposa y hermana de Zeus, vivía además perpetuamente celosa, en intrigas permanentes para derrotar una rival después de otra e imponerles crueles castigos. Pero todas las diosas, incluso las vírgenes, eran propensas a los celos; y fue esta debilidad la que contribuyó a que estallara la Guerra de Troya; guerra que empezó, como la tentación de Eva en el Paraíso, con una manzana.
Había una diosa, Eris, que no pertenecía al panteón del Olimpo, y a quien los dioses solían dejar por fuera de sus maravillosas celebraciones, pues era el Espíritu de la discordia. Fiel a su naturaleza, cuando descubrió que no había sido invitada a al boda del rey Peleo con la ninfa Tetis, arrojó hacia el vestíbulo del Olimpo, donde se celebraba el banquete, una manzana con dos palabras escritas encima: tei kallistei (para la más hermosa). Todas las diosas quisieron reclamarla, pero al final quedaron sólo las tres más poderosas para disputarse la manzana: Hera, la diosa con los ojos de vaca, Atenea, la diosa de la guerra -quien brotó de la cabeza de Zaus-y Afrodita, a quien los romanos llamaron Venus, la sonriente e irresistible diosa del Amor, nacida de las espumas del mar.
Zeus rehusó sabiamente ser el juez de este concurso de belleza pero recomendó a Paris, príncipe de Troya, quien había sido desterrado como pastor al monte Ida; su padre, el rey Príamo, había recibido el oráculo de que un día su hijo sería la ruina de Troya. Paris, afirmó Zeus, era reconocido como versado juez de la belleza femenina (y de nada más, debió haber añadido). Las tres diosas no perdieron tiempo en aparecerse ante el desconcertado príncipe pastor y ofrecerle cada una algún tipo de soborno: Hera le prometía convertirlo en señor de Eurasia, Atenea lo haría victorioso en la guerra contra los griegos, Afrodita le daría la mujer más hermosa del mundo. Paris se decidió por Afrodita, quien le dio a Helena, hija de Zeus y de la mortal Leda.
Pero había una pequeña complicación: Helena estaba casada con Menelao, rey de Esparta y hermano de Agamenón de Micenas, el más poderoso rey de Grecia. Pero, con la ayuda de Afrodita, Paris consiguió sacar a Helena de la casa, mientras Menelao estaba ausente, y llevarla a Troya. Cuando Menelao regresó y descubrió lo que había sucedido, buscó la ayuda de todos los jefes griegos, quienes previamente habían prestado juramento para respaldar los derechos de Menelao como esposo en caso de ocurrir una cosa semejante. Sólo dos se mostraron reacios: el astuto y realista Odiseo, rey de Ítaca, quien amaba tanto su hogar y su familia que tuvieron que engañarlo para que se uniera a la aventura; y el más grandioso guerrero de Grecia, Aquiles, cuya madre, la ninfa Tetis, sabía que él moriría si partía había Troya. Aquiles decidió unirse finalmente a los ejércitos griegos, ya que estaba predestinado a escoger una victoria gloriosa en la batalla ante una larga vida privado de honor. Entonces las numerosas naves de los reyes griegos, cada embarcación con más de cincuenta hombres, zarparon hacia Troya en persecución de un rostro, el rostro de Helena, y que en las poderosas palabras de Marlowe fue "el rostro que lanzó al mar miles de naves"
Fuente: Thomas Cahill




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