PERSONA SIN IDENTIFICAR

Era invierno. La verdad es que este no es un dato importante. Hubiera sido lo mismo en cualquier época del año, pero recuerdo que era invierno porque le pusimos un jersey marrón. En la lista de usuarios aparecía como PERSONA DESCONOCIDA. La policía lo había encontrado vagando por un mercadillo de la ciudad. Era ciego. No hablaba español. No sabíamos qué maldita lengua hablaba, ni su nombre, no sabíamos nada. Por la pinta pensábamos que probablemente era de algún lugar del norte de África. 

Algunos usuarios del albergue habían intentado hablar con él, la policía también, pero sin éxito: marroquíes, egipcios, mauritanos, libaneses,… decían que hablaba un dialecto extraño. Nadie lo entendía. Por una casa de acogida pasa mucha gente y poco después vino alguien que hablaba un poco su lengua, un trotamundos que se había pasado la vida de un lado para otro. La Persona Desconocida dejó de serlo, yo no puedo escribir su nombre ahora, porque ya no lo recuerdo. Pero no he podido olvidar su historia, contada con trazos inconexos que fuimos rellenando con lo que la policía nos dijo. Era un inmigrante ilegal (eso ya lo imaginábamos nosotros). Uno de sus hijos se había instalado aquí y poco a poco se había ido trayendo a la familia: mujer, hijos,… y finalmente al abuelo. Debió de parecerles mal abandonarlo en un pueblo perdido. Probablemente cuando lo trajeron aún no estaba totalmente ciego, probablemente aún era útil para alguien. Cuando perdió la vista, cuando pasó a ser una carga que había que alimentar, cuando no pudo vigilar a los niños, le dijeron que no era bueno que estuviera encerrado. Tenía que darle el sol. Y se fueron a dar un paseo. 

Hacía un buen día. Uno de esos días de invierno en los que el sol está de buenas con el mundo. Toda la ciudad se había echado a la calle y el mercado callejero estaba a reventar de gente. Él estaba aturdido: demasiado ruido, demasiadas voces extrañas y la mano de su hijo como única ancla. Y entonces lo soltaron. Desorientado y ciego en medio de un mercadillo. No había migas de pan que pudieran ayudarlo a volver a su mundo. Lo había perdido para siempre. Estaba solo y no tenía ninguna identificación. No veía, era viejo, y estaba terriblemente asustado. ¿Cuánto tardó en darse cuenta de que no había sido un accidente? ¿Qué le dijo su hijo antes de abandonarlo? ¿Le deseó suerte, le pidió perdón? ¿Qué iba contándole antes de soltar su mano? Los policías creyeron que la familia lo buscaría. No fue así. No hubo denuncias. Pensaron que quizás tuvieran miedo porque fueran ilegales. Así que lo llevaron al albergue y se dispusieron a contactar con ellos. Hicieron fotos del viejo, las pusieron por el barrio, hablaron con las asociaciones de inmigrantes, con las organizaciones no gubernamentales. No hubo respuesta. Nadie lo reclamaba. Nadie lo quería. Una boca menos, una habitación más. 

Aquel hombre me enseñó que el alma no está en el fondo de los ojos, porque aquellos ojos no tenían vida. El alma está en la piel. En las manos que ni fuerza para cruzarse tenían. En la postura caída de los hombros. En la inmovilidad. Hasta en la forma de tragar la poca comida que lograba pasar antes de que lo dominaran las náuseas. ¿Cómo puede transmitir la postura de un cuerpo tanta desesperación? Sentado en una silla, donde lo dejáramos, la cabeza gacha, las manos entre las piernas,... Quieto. Un mes después abandonó la casa. Le buscaron plaza en una residencia. Estaría al cuidado de unas monjas a las que no entendería. Iba a morir en un lugar extraño. Sabiéndose abandonado. Sin el consuelo de una voz amiga que lo confortara, sin poder contar su pena si alguna vez era capaz de hilvanarla en sonidos. Sin esperanza. Ahora, al releer La Metamorfosis, lo he recordado. La Persona Desconocida se había convertido también en un ser extraño. Alguien había cortado sus lazos con el mundo. No era un insecto pero sí un estorbo que fue eficazmente eliminado. Amputado. Apartado del hogar como una cosa, porque pensaron que era menos que un ser humano. Y ahora también yo he olvidado su nombre.

1 comentarios:

  • concha cuevas | 4 de noviembre de 2013, 13:43

    Cada alma humana tiene su ángel que lo sigue conectando a la vida con mayúsculas, como el cordón umbilical del bebé que lo conecta con la madre que le nutre... seguramente ese ángel hizo que este hombre llegase al albergue, que lo alimentaseis, que lo cuidaseis, que lo mimaseis, y que ahora tú te acuerdes de él... Seguramente su corazón estaría destrozado por el desagradecimiento mostrado por su familia, seguramente no entendería, pero también, seguramente, en vuestras manos encontraría otro calor y otro afecto... que traspasa las barreras de la lengua...

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